voces de pregonero en la puebla novohispana
Gustavo Illades Aguiar
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa
Pregón, pregonero, pregonar son palabras que hoy usamos como metáforas lexicalizadas de ‘decir a voces,’ ‘publicitar,’ ‘alabar,’ ‘publicar lo oculto,’ incluso ‘proscribir’. No obstante, su significado original en castellano nos remite al mundo jurídico de la España medieval, por lo menos hasta el siglo XI, cuando la escritura iniciaba el centenario proceso de retener y apoyar, luego sustituir y por fin silenciar la voz. Como es sabido, ésta era medio y fin de la transmisión del saber, las leyes y las creaciones poéticas.
Originalmente el pregón fue un acto jurídico por medio del cual los concejos municipales de viva voz del pregonero publicaban sus acuerdos a la población, ya fueran informes, ya mandatos o prohibiciones. A su vez, los testimonios de pregón, que subsistieron hasta el siglo XIX en España e Hispanoamérica, son los textos en los que el escribano dio fe tanto de la ejecución de la proclama ¾datas crónica y tópica, asunto¾ como de su recepción protocolaria —¾scatocolo. En los archivos de cabildo se conservan pocos pregones, pero abundan los testimonios de los escribanos. La paradoja que implica su estudio ocurre en todo acercamiento a la dimensión oral de la cultura en tiempos antiguos, pues la escritura, al suplantarla, documenta la voz que, por efímera, se ha perdido para siempre.
Desde una perspectiva histórica más amplia puede afirmarse que la voz del pregonero ha resonado en Occidente a lo largo de 26 siglos, dejándonos, cuanto más, sus ecos dispersos en escritos legales y también literarios. Pero esa voz ¾vínculo por antonomasia ente la autoridad y la asamblea de oyentes¾ ha despertado apenas interés en el medio académico debido, pese a su importancia, a su naturaleza evanescente. De ahí la utilidad de situar al pregón y al pregonero en el ámbito de las complejas relaciones que durante milenios han mantenido la voz y la escritura.[1] Ciertamente, el pregonero ejerció su oficio en la Grecia homérica de modo sólo oral —con ayuda de la memoria— y, con el paso del tiempo, en la Europa cristiana leyó en público textos previamente manuscritos.
Si se consulta La Odisea, en la primera estrofa del Canto VIII se halla a Palas Atenea “transfigurada en heraldo del prudente Alcínoo,” recorriendo la ciudad, moviendo “el corazón y el ánimo” de los feacios para que vayan al ágora a oír hablar de Odiseo, a quien la diosa quiere de regreso en su patria. Así, el canto homérico muestra al heraldo (κῆρυξ) como intermediario entre los individuos y la plaza pública. En otros pasajes comunica al aedo con su público, separa a los combatientes, se encarga de los sacrificios rituales, mezcla vino y agua en las vasijas llamadas cátreras. Una de éstas, conservada en el Louvre (Enciclopedia t. xlvii), lo presenta con vara o caduceo, elemento característico de Hermes Diactoros, “mensajero de los dioses entre los hombres”.
Dicho en breve, la figura del heraldo fue sagrada para los griegos antiguos. Su “voz sonora”, quizá asimilable en parte a las técnicas vocales utilizadas en los conjuros (epodé), en los ensalmos (epaoidé) y, ¿por qué no?, en las recitaciones de los rapsodas, la voz sonora, digo, más el caduceo en la mano bosquejan la mínima actio ¾voz, semblante y gestos¾ de quien puede considerarse el ancestro en Occidente del pregonero novohispano.
En el mundo latino los pregoneros (praecones) estuvieron al servicio de los magistrados, convocaban las sesiones del Senado, citaban a comicios y llamaban a eventos públicos. También anunciaron ventas (sub hasta) y vocearon la búsqueda de personas y objetos perdidos.
Con su inserción en el ámbito legislativo, judicial y mercantil, el praeco perdió las funciones rituales del heraldo. Al asociársele al lucro del mercator, se volvió blanco de las sátiras de poetas y del propio Quntiliano, quien en sus Institutionis oratoriae (I, 12) lamenta el uso de la elocuencia entre oradores y praecones como modo de acceder al sordidum lucrum (García 151-53). De su lado, Apuleyo (viii) traza una efictio de nuestro personaje en la que destaca su “potente voz”, histrionismo, ingenio verbal y aun ironía.
Respecto de la iconografía, la latina es más expresiva que la griega. En monedas republicanas conmemorativas de juegos seculares, se observa al praeco luciendo falda larga y casco adornado con dos plumas, sosteniendo en la mano izquierda un escudo circular y en la derecha el consabido caduceo (Enciclopedia t. xlvi).
El praeco estuvo más vinculado con la escritura que el heraldo, aunque no por ello cruzó los límites de lo que Paul Zumthor (20-21) llama “oralidad mixta”. De hecho, las sátiras de poetas y rétores lo muestran de manera implícita atento a las técnicas del actor cómico y de la lectura vocalizada latina, lo cual implicó, por una parte, el progresivo abandono de los recursos mnemotécnicos de su antecesor griego y, por otra, la paulatina pérdida de las fórmulas puramente orales que colmaban los pregones del ágora.
Alrededor de 1000 años después reapareció nuestro personaje[2] en el corpus jurídico de la España medieval. La primera documentación se halla en el Fuero de Avilés, concedido a la villa asturiana en 1085 y confirmado en 1155 por el rey Alfonso vii. El Fuero Viejo de Castilla ¾1212¾ es más explícito que el anterior, pues especifica que los mercados eran los lugares donde debía proclamarse el pregón, además del carácter obligatorio del mismo (libro ii, título i, ley v). De su lado, el Fuero de Brihuega ¾hacia 1242¾ nos ofrece un indicio de la actio implicada en la manera de proclamar un homicidio cometido estando en sesión el concejo de la villa; esto es, “a pregon ferido” (Bermejo 142). Con ayuda del Tesoro de la lengua castellana o española y del Diccionario de Autoridades se puede colegir que el pregonero debía en tales ocasiones acentuar las sílabas con toda la fuerza de la voz hasta lastimar los oídos. De aquí se sigue que en el oído social de entonces, cuyo refinamiento es hoy difícil de imaginar, era capaz de anticipar el asunto de la proclama con sólo escuchar las inflexiones vocales del pregonero. Otro mandato del mismo fuero dispone lo siguiente: “Qui fallare moro o mora, pregonelos”.[3] ¿Qué significa pregonar en este caso? Parece excesivo deducir que cada individuo era concebido por la autoridad como virtual pregonero. Quizá sea más plausible suponer que la palabra pregonar —metáfora aquí de delatar— formaba parte ya del lenguaje coloquial.
En las Siete Partidas —circa 1256-1265— se le refiere voceando a las personas requeridas por los jueces cuando se desconoce su domicilio o proclamando la incautación de bienes del inculpado o amedrentando ejemplarmente a los vecinos “porque los otros que lo vieren, e lo oyeren résciban ende miedo e escarmiento; diziendo [...] el Pregonero, ante las gentes, los yerros por que los matan” (Séptima Partida tomo iv, título xxxi, ley 11). Tarea suya fue asimismo la publicación de leyes. Además, en la “universidad de los escolares”, donde se le llamaba bedel, hacía las veces de mensajero, anunciaba fiestas y era corredor de libros (Segunda Partida tomo I, título xxxi I, ley 10).
Puesto que con frecuencia acompañaba a los reos, divulgando el delito en que habían incurrido y anunciando la vergüenza pública, los azotes o la pena de muerte a la que quedaban condenados, la población terminó por asociar al pregonero con el verdugo, cuyos oficios se consideraban viles. Una ordenanza de los Reyes Católicos, ratificada en Sevilla en 1491, prohíbe expresamente a los pregoneros castigar o ejecutar a los reos (Fita 420-23). De hecho, la imagen vil de nuestro personaje lo acompañó a lo largo de su existencia en el mundo hispánico. De ahí la ordenanza de Carlos iii que vedaba a la población en 1767 el ingreso a las milicias a quienes hubieran ejercido dichos oficios y otros indecorosos o fueran gitanos, negros o mulatos. Adicionalmente, el rey ordenó a todas las poblaciones con jefes militares de matrícula designar su propio pregonero (Novísima título vii, ley iii), todo lo cual muestra la complejidad de su figura: indispensable en lo legal y a un tiempo despreciable moralmente.
En adición, las fuentes jurídicas consultadas informan que, desde tiempos de las Siete Partidas hasta inicios del siglo xix, la promulgación de leyes, ordenanzas, pragmáticas, cédulas, provisiones y edictos se hizo a través de un bando, a son de trompeta, con formalidad de estilo y lectura vocalizada en lugares públicos y “sitios acostumbrados”.
En cuanto a las fuentes literarias, el Poema de Mio Cid designa con la misma palabra —pregon— tanto la proclamación como al pregonero (tiradas 72 y 74). En cambio, durante el siglo xiii se multiplicaron las menciones al pregón exclusivamente como ‘proclama’; por ejemplo, en el Libro de Alexandre (estrofa 178) o en el Libro de Apolonio (estrofa 90). A vuelta de siglo, esa obra maestra de los géneros cómico-serios que es el Libro de buen amor reproduce un uso coloquial en el que el gallo es metáfora de pregonero; además, presenta algunas acepciones modernas de pregonar: ‘proclamar’ y ‘reclamar’ en público, respectivamente (estrofas 1112 y 1454).
Con la invención de la imprenta proliferaron las referencias, cuyo catálogo resulta impracticable. Ahora bien, las fuentes literarias destacan más la imagen social que la legal en la medida en que reproducen el lenguaje al uso. Quizá el mejor ejemplo lo ofrece el Lazarillo de Tormes —1554—, pues su protagonista llega a ser pregonero de Toledo. En un pasaje sin desperdicio, la novela retrata las funciones legales del personaje, alude a su baja condición y encarece su utilidad mercantil, lo cual esboza al publicista por venir: “en toda la ciudad, el que ha de echar vino a vender, o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho” (130).
Asimismo a mediados del siglo xvi, Sebastián de Horozco, a quien algunos críticos han atribuido la autoría del Lazarillo, compuso un entremés carnavalesco cuyo personaje más notorio es un pregonero. Más allá de sus recursos vocales y gestuales implícitos en los parlamentos, llama la atención su posición social, pues, no obstante la vileza del oficio que ejerce, se halla a la misma altura del fraile y por encima del buñolero y del villano (Entremés).
Las fuentes lexicográficas y paremiológicas nada añaden a su imagen jurídica, pero sí a la social. Me limito a citar dos refranes antitéticos en el tono, aunque análogos en lo que toca a la sinonimia subyacente entre pregonero y verdugo: “día de pregón, día de rigor” (Martínez Kleiser 57988) y “[t]ras cada pregón azote” (Diccionario de Autoridades). El segundo ejemplo debe entenderse como sátira burlesca contra quienes quieren beber después de cada bocado. Se comprende: en términos de las inversiones carnavalescas, el castigo corporal deviene placer.
El breve bosquejo hecho hasta aquí muestra la trayectoria de nuestro personaje más o menos en sincronía con los cambios histórico-culturales de las relaciones voz/escritura. Así, en tiempos de oralidad primaria, la performance del heraldo fue ritual, mientras que la del praeco, más inserta en la oralidad mixta y más ligada a la actuación cómica, sirvió a funciones judiciales, legislativas y mercantiles. Progresivamente acotada por el desarrollo de la “página legible” en los monasterios cristianos y por la especialización gradual de la escritura diplomática, la oralidad mixta dio todavía contexto al pregonero español, cuya actividad fue esencialmente jurídica durante los siglos xi-xiv. En la siguiente centuria, gracias a la invención de la imprenta, se aceleró el desarrollo de la oralidad segunda o residual, caracterizada por debilitar los valores de la voz en el uso y en lo imaginario al condicionar toda expresión a la escritura (Zumthor 20-21). Además, la propagación de la técnica tipográfica fue paralela a la inserción del pregonero español en la esfera económica y propició el registro literario del lenguaje coloquial alusivo a su figura, lo que en mi opinión refleja más cambios culturales y económicos que jurídicos.
Consecuentemente, habría que situar al pregonero novohispano en el periodo del retroceso de la memoria en favor del archivo, del surgimiento de un concepto explícito de historia, de disociación entre el “habla” o código oral y la “lengua” o código escrito (Zumthor 117). En suma, habría que situarlo en los albores del pensamiento abstracto y analítico, solidario de la privatización progresiva de la vida y de los primeros ensayos, en el mundo secular, de lecturas aisladas y silenciosas (Ong 129-30).
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Fundada en 1531, declarada ciudad al año siguiente por Carlos v y pregonada con trompetas y atabales “muy noble y muy leal ciudad” por provisión real en 1563, Puebla de los Ángeles se convirtió durante la primera década del siglo xviii en el tercer centro urbano más poblado del imperio español, después de Sevilla y la Ciudad de México. Pero la explicación de dicho crecimiento, aunado a una acelerada prosperidad económica y a un desarrollo arquitectónico inusitado, excede los límites del presente estudio. Para mi propósito basta con mencionar que el municipio poblano tuvo su origen en las “cartas puebla” o “forales” concedidas a partir del siglo xi por la autoridad real de Castilla a las localidades liberadas del dominio musulmán. Siglos después, por mandato de Carlos v, los vecinos españoles en América fueron autorizados a nombrar a sus gobernantes locales. Como otros municipios novohispanos, Puebla gozó del privilegio según el cual podía formar su propio consejo de gobierno mediante un conjunto de cargos sujetos a elección anual. Andando el tiempo, las sesiones ordinarias de la autoridad municipal —cabildos— y los acuerdos respectivos fueron registrados por el escribano de concejo en las Actas de Cabildo. Los más antiguos de estos invaluables documentos están fechados en el temprano año de 1533. Por ello mismo, los testimonios de pregón referidos páginas atrás hacen posible reconstruir parcialmente, bien es cierto, la figura del pregonero en la época colonial de la Ciudad de los Ángeles.
Legado por la tradición jurídica y política castellana, el oficio de pregonero en las Indias Occidentales consistió en publicar de viva voz a la población los acuerdos que surgían de estos tres niveles de gobierno: el cabildo, el virreinato y la Corona. La publicación se realizaba en plazas, mercados y lugares acostumbrados. Una vez hecha, implicaba obligatoriedad y nadie podía alegar ignorancia, aun si no había escuchado la proclama respectiva. Pero, ¿quiénes pregonaron en Puebla, de qué manera y qué asuntos?
Para comenzar a responder las interrogantes es útil mencionar que en las Actas de la ciudad quedó inscrito el nombre de 27 pregoneros entre 1533 y 1600. Algunos ocuparon el cargo durante varios años; otros, unos cuantos meses, a pesar de que los nombramientos se hacían por un año. En cualquier caso, la asunción del oficio se hacía ante los concejales bajo la fórmula legal de ser “buen pregonero”, es decir, a través de jurar fidelidad y secrecía. Cierto: el oficiante debía proclamar con apego a los registros sociolingüísticos y a las escalas tonales propios de aquel tiempo, pues la improvisación o la vocalización defectuosa podían generar, ya confusión, ya interpretaciones equívocas en los vecinos, con las consecuentes inobediencias al mandato publicado. En cuanto a la secrecía, habría que suponer que el pregonero sabía más, respecto de las sesiones de cabildo, de aquello que voceaba a su auditorio.
El primer pregonero de Puebla fue Jerónimo de Nápoles (Libros vol. 3, f. 39 vta.). Lo sucedieron otros también venidos de fuera, entre ellos el portugués Agustín Fernández. Sin embargo, la documentación disponible ofrece los datos suficientes para afirmar que desde la segunda mitad del siglo XVI el cargó recayó en personas de condición social y étnica diversa. Así los casos del indio Juan —1544— o del negro Juan de Villafranca —1600— o del esclavo Pedro (Libros vol. 14, f. 196 vta.). Y más: a partir de 1677 la mayoría de los pregoneros fueron indios, ya que su bilingüismo resultaba especialmente útil para la publicación de ordenanzas dirigidas tantas veces a los asentamientos de su etnia.
Como la mayoría de oficios, el de pregonero estuvo sujeto a postura, al pago de fianza y a un juramento general, diferente del mencionado arriba: “por Dios y Santa Maria e la Señal de la Cruz su cargo del cual prometió hazer bien de los dichos oficios y estos hechos dichos señores justicia y regidores dieron poder y facultad para usar los dichos oficios” (Libros vol. 4, f. 206 fte.).
Por otra parte, el salario anual durante los primeros años de existencia de Puebla fue de ocho pesos de oro común, pagaderos en parte con fanegas de maíz. No sobra aclarar que el ayuntamiento solía atrasarse en la entrega, bien del oro, bien del grano. Adicionalmente, a los pregoneros les entregaban indios para su servicio y un solar de 50 x 50 varas. Tomemos el caso de Juan Sánchez, cuyo solar se hallaba en el barrio indígena de San Pablo, junto a su casa. Andando el tiempo adquirió tierra en el valle de Atlixco y otro predio en la ciudad. No obstante, Juan estaba insatisfecho con su salario, pues no le bastaba para solventar sus gastos, así que en 1545 pidió licencia a los capitulares con el fin de separarse del cargo. Necesitados de sus servicios, los cabildantes resolvieron aumentarle el sueldo a 20 pesos de oro común, pagaderos en tercios con donaciones de gastos de justicia (Libros vols. 3-6).
Para allegarse más ingresos, los pregoneros adquirían otros oficios, así el de fiel del repeso en carnicerías y panaderías, alguacil de campo, portero y otros. El caso de Miguel Morillo resulta elocuente. En 1605 recibió 15 pesos de oro común por realizar las labores de pregonero y almotacén, pero tenía también la obligación de mandar barrer las audiencias todos los días y servir de portero y macero (Libros vol. 13, f. 291 vta.). Adviértase que hacia 1575 el salario de un regidor era de 63 pesos, equivalentes a 9000 maravedíes (Leicht 328). Por tanto, la acumulación de oficios refleja la movilidad laboral de nuestro personaje, así como el hecho de que las proclamas no le consumían toda la jornada, pero tampoco le proveían lo necesario para sustentarse.
En lo que respecta a sus funciones, la más importante fue la de publicar todo tipo de acuerdos legales de los tres niveles de gobierno ya anotados. Otra función consistía en vocear animales y objetos perdidos. Asimismo, participaba en las almonedas en que se remataban bienes o arriendos “a vela de pregón” (Recopilación libro iv, título xii, ley 15). Con dicha fórmula los interesados sabían que, una vez pregonadas las pujas, se admitirían nuevas posturas mientras se mantuvieran encendidas las velas colocadas al inicio de la subasta. Consumida la cera, se cerraba la puja a favor del mejor postor (Escriche 1214).
Me detengo ahora en los escasos elementos disponibles para esbozar la actio del pregonero. Con el fin de llamar la atención de los vecinos que se abastecían en el mercado y de los fieles que acababan de asistir a la misa mayor, se convocaba a pregón invariablemente en los portales de la Audiencia Ordinaria, hoy portal Hidalgo, frente a la plaza principal. La convocatoria se hacía a golpes de atabales y con estruendo de trompetas, clarines o chirimías ejecutados por los músicos acompañantes del pregonero.[4]
Gracias a Sebastián de Covarrubias se sabe también que los músicos usaban “bragas justas por el peligro de quebrarse, como traían los tibicines antiguos y los pregoneros”. Las bragas de éstos eran
cierto género de zaragüelles justos que se ciñen por los lomos y cubren las partes vergonzosas por delante y por detrás, y un pedazo de los muslos. Usan dellas los pescadores y los demás que andan en el agua, los que lavan lana, los tintoreros, los curtidores; también las usan los religiosos y llámanlas paños menores [...]. Los pregoneros, porque no se quebrasen dando voces. Los comediantes, los cantores, los trompeteros y los demás que tañían instrumentos de boca (Tesoro).
Desafortunadamente, los documentos consultados nada consignan acerca del atavío característico de nuestro personaje. En fin, reunida la gente para escuchar las “altas e inteligibles voces” del pregonero, quien iba acompañado, además de los músicos, del escribano y dos testigos fedatarios del acto (Libros de Ordenanzas, núm. 2, f. 17 fte. y núm. 9, ff. 48 vta.-49 fte.), se “traía a pregón”. Con esta fórmula quedaba sobreentendida la ‘puesta en escena’, por así decir, de una breve ceremonia codificada con arreglo a la idónea propagación de los acuerdos de gobierno. Idónea en cuanto a la amplitud de su audiencia y en cuanto a la profundidad de la performance con la que el pregonero daba voz y cuerpo a la voluntad de los cabildantes.
Toca ahora discurrir sobre aquello que se pregonaba. En sentido amplio, fueron materias de pregón el ordenamiento social y urbano, la administración de propios —las propiedades de la ciudad—, el comercio, la organización gremial y las festividades y ceremonias públicas.
El ordenamiento social y urbano abarcaba desde la distribución y abasto del agua, la construcción y mantenimiento de puentes, la edificación y limpieza de la ciudad, hasta la regulación del tránsito, el correo y las cárceles. Dentro del mismo rubro, vale la pena demorarse en los corrales de comedias, pues las ordenanzas respectivas proyectan alguna luz sobre las condiciones materiales de las representaciones escénicas en Puebla.
Hacia 1626 el cabildo había gestionado y obtenido merced y licencia para instalar un corral de comedias (Libros vol. 17, f. 26 vta.). Por ello, dentro de las obras públicas que promovía el cabildo, en 1633 se concertó la construcción de uno nuevo, pues el existente —que corría desde el callejón hasta la carnicería y medía 35 varas de largo por 26 de ancho—resultaba a todas luces estrecho (Libros vol. 18, f. 6 vta.). Recordemos que los corrales de comedias fueron en España los primeros recintos teatrales; su construcción inició en la segunda mitad del siglo XVI, en los patios traseros de algunas casas, de ahí el nombre de corral. El gusto del público poblano por el espectáculo teatral había motivado que las autoridades de la ciudad mandaran pregonar durante un mes, conforme a la planta elaborada por Juan de Hinostrosa, la edificación relativamente temprana de un corral cuyos pilares serían de cantería, y de madera el resto del inmueble (Libros vol. 18, f. 7 vta.).
De la administración de propios puede destacarse los solares y pedreras, los molinos, rastros, ventas y tiendas, pero sobre todo la venta de oficios. Cuando un oficio era rematado, las autoridades declaraban lo siguiente en los nombramientos expedidos a los ganadores de las pujas: el número de pregones proclamados, el nombre del juez o ministro que realizó la venta, el precio que alcanzó el oficio, la fecha de la última vez que se remató, el nombre de quien lo desempeñó previamente, el hecho de que el oficio estuviera vacante por renuncia u otra causa, los montos de las posturas presentadas en el anterior remate, el nombre de los ponedores, las condiciones pactadas y la manera en que se remató.
Los siguientes fueron oficios sujetos al pago de fianza y susceptibles de ser subastados por el cabildo: pregonero, portero, macero, guarda de yeguas, guía de recuas, almotacén, mesonero, alarife, fiel de pesas y medidas, corredor de lonja y juez de policía. No era inusual que en un mismo individuo recayera el remate de dos cargos; así, Jorge Martín recibió en 1550 el nombramiento de almotacén y alguacil de tianguis, cargo este último que, no se sabe la causa, le fue revocado al mes siguiente (Libros vol. 6, f. 110 fte. y vta.).
Como es de suponer, las cotizaciones más altas correspondían a los cargos destinados al manejo de la Hacienda. Baste mencionar que, para convertirse en tesorero general de la Santa Cruzada, el capitán Tomás Arana pagó 40,000 pesos, los cuales no incluían el pago del derecho de media anata, las fianzas ni las erogaciones del apoderado que presentó la postura. En contraste —también en el siglo xvii—, fueron pregonadas almonedas de escribanías cuyo costo oscilaba entre 1500 y 3000 pesos (Libros vol. 12, f. 330 fte. y vta.).
Reglamentar el comercio, garantizar el abasto de mercaderías y regular los precios de éstas fueron otras de las atribuciones del gobierno poblano que atañeron a la pregonería. No me detendré en ellas, pero sí en un caso de la organización gremial ilustrativo de la mentalidad de la época. Dada su importancia, la organización de oficios y profesiones se decantó con relativa celeridad. Ya en 1575 había sido pregonado que todos los maestros oficiales nombraran a alcaldes y veedores examinadores de cada oficio, con obligación de presentar el resultado de las elecciones ante el cabildo (Libros vol. 10, f. 149 vta.). Como tantas otras, la proclama obedecía a las numerosas infracciones cometidas por tal o cual panadero, sastre, curtidor, sillero o tundidor, pero en especial a las infracciones que ponían en riesgo la vida de los vecinos. Una década atrás —en 1564—, el cirujano Gonzalo de Esgaraza había promovido un pregón según el cual ninguna persona podía curar a otra sin estar debidamente facultada (Libros vol. 10, f. 149 vta.).
Dos años más tarde el pregón fue más explícito, pues anunciaba que quien, de manera pública o secreta, se hiciera pasar por médico, cirujano, boticario, barbero o cualquier otro oficio vinculado con la sanación del cuerpo, sin contar con el título respectivo, además de pagar una multa de 30 pesos de oro común, sería desterrado de la ciudad por un año (Libros vol. 10, f. 15 vta.). Debido a que la práctica de los curanderos sin licencia continuó, en 1589 se hizo indispensable la exhibición de títulos (Libros vol. 12, f. 135 vta.). Con todo, tuvo que transcurrir casi un siglo para que Antonio Ignacio de Aguayo, procurador mayor y regidor de la ciudad, propusiera este pregón: ningún barbero flebotomiano podía tener tienda sin antes haber sido examinado, so pena de perder sus utensilios y una multa de 3000 maravedíes; asimismo, ninguno de tales barberos debía realizar cirugías ni tampoco curar las enfermedades atendibles por los físicos y viceversa. De su lado, los cirujanos se encargarían de los enfermos en todo momento, incluso durante la noche, so pena de multa.
Los boticarios no escaparon a las regulaciones. Ello debido sobre todo al errático maestro José Rueda, quien, por recetar píldoras de azogue o mercurio dulce, había causado la muerte a sus pacientes. Así las cosas, todo boticario que prescribiera semejante pócima comparecería ante las autoridades. En paralelo, médicos y cirujanos declararían, si era el caso, haberla elaborado. Además, los boticarios sólo surtirían recetas de medicamentos autorizadas o firmadas por alguno de aquéllos (Libros vol. 30, ff. 450 fte.-51 vta.).
Desde la perspectiva de la Historia de las mentalidades e incluso de la Microhistoria, si alguna materia de los testimonios de pregón provee datos aprovechables, es la de las festividades y ceremonias públicas debido a su alto grado de codificación cultural. Al respecto, tómese en cuenta que en la época novohispana las prácticas sociales coexistían tan estrechamente entrelazadas, que las celebraciones eran puntos de intersección entre el mundo civil y el religioso y, al mismo tiempo, vínculo de los súbditos con la Corona. Los archivos consignan la frecuencia con la que se ataviaba la Ciudad de Los Ángeles. Al respecto, las ordenanzas pregonadas eran especialmente explícitas y precisas. Tarea del pregonero fue comunicar las actividades programadas, su duración, la manera en que se adornaría la ciudad, quiénes intervendrían en desfiles y procesiones, qué atuendo portarían, cómo se sufragarían los gastos, qué estado de ánimo mostraría el público asistente —de júbilo o pesar según el evento en turno.
El preámbulo de la celebración era el ornato de la ciudad. Dependiendo de la ceremonia, podían darse misas, procesiones, novenarios, rogativas, rosarios, repique de campanas, fuegos pirotécnicos, representación de comedias, concursos, mascaradas, lidia de toros, encamisadas, sortija y cañas. Los partícipes más activos formaban un grupo selecto que desplegaba sus habilidades en la plaza mayor, mientras el pueblo merodeaba en calidad de espectador. Los negros y mulatos —libres y esclavos— tenían prohibido realizar juntas, danzas, bailes, juegos de sortija u otros entretenimientos —secretos o públicos—, mientras los alcaldes —el mayor y los dos ordinarios—, los diputados y fieles ejecutores vigilaban el buen cumplimiento de las disposiciones. El hecho de que por cada esclavo aprehendido se entregara a los alguaciles un peso de oro común indica con claridad la importancia que el cabildo daba al buen suceso de fiestas y ceremonias (Libros vol. 15, ff. 190 y 194).
Éstas eran ordinarias y extraordinarias. Las primeras, alrededor de 15 al año, fueron esencialmente religiosas: Corpus Christi, Año Nuevo, Semana Santa y fiestas marianas y del santoral. Promovidas por papas, reyes, virreyes, clero local y cabildo, las segundas solían celebrar nacimientos y coronaciones o lamentar defunciones, tanto de la Nueva España como de la Corona. Además, por ser lugar de paso entre Veracruz y la Ciudad de México, Puebla recibía y festejaba con frecuencia a dignatarios civiles o eclesiásticos.
La celebración de Corpus de 1626 es destacable porque alternaron en ella liturgia y representaciones teatrales. En efecto, se escenificaron comedias de Juan de Santiago y Juan de Sigüenza. Muestra del interés del cabildo en tal evento fue la inspección por cuatro regidores del vestuario y los bailes. Incluso la hechura de los tablados y asientos fue pregonada y sufragada con los propios de la ciudad (Libros vol. 16, f. 319 fte.).
En contraste, la celebración de Semana Santa de 1612 tiene interés en cuanto muestra la agitación social del momento. El pregón respectivo, que atendía al mandamiento de la Real Audiencia, prohibió a negros y mulatos —libres o esclavos—reunirse en cofradías públicas o secretas, asistir a cantillos, plazas y bailes, juntarse más de tres en las calles, portar espadas, dagas, cuchillos y otras armas, aunque transitaran acompañando a sus amos, so pena de ser desarmados y recibir 200 azotes. La tensión del gobierno fue tal que mandó a los capitanes oficiales armar a su gente en prevención de un levantamiento de negros. En adición, algunos regidores vigilarían los barrios, el monasterio de la Concepción, así como diversos conventos. De su lado, dos alcaldes, apoyados con gente a caballo, custodiarían, por un lado, desde la plaza hasta El Carmen; por otro, desde la misma plaza hasta Santo Domingo y San José. Y más: el alférez debía permanecer en las casas de cabildo con las dos compañías, mientras que el teniente de alcalde mayor y el alguacil mayor asistirían con su gente a la plaza y la iglesia mayor. Entre tanto, otro regidor notificaría a los dueños de los obrajes la prohibición de sacar a sus negros y mulatos. La pólvora a repartir entre los soldados y los miembros de las dos compañías, más 20 pesos de balas para los arcabuceros, serían costeados con los propios de la ciudad (Libros vol. 14, ff. 220 vta.-21 fte.).
Los testimonios de pregón de las recepciones de dignatarios ofrecen información sugerente respecto del contexto en el que el pregonero en turno ejercía su oficio. En 1602 fue celebrado el arzobispo de México, fray García de Santamaría Mendoza, procedente de España. Se instalaron luminarias y hogueras delante de puertas, ventanas y azoteas. Más todavía: el cabildo compró leña y ocote para iluminar con 60 hachas los corredores del ayuntamiento, hizo colocar arcos de seda y organizó una serie de eventos, entre los cuales destacaron la encamisada[5] ¾con participación de los vecinos que tenían caballo, durante la noche, vestidos como era costumbre¾ y dos puestos de juegos de cañas —o “juegos troyanos”, tan comunes en España— a cargo de un regidor y un vecino, situados enfrente de las casas del obispo Diego de Romano y Godea, allí donde pasaría el recién llegado (Libros vol. 9, f. 199 fte. y vta.).
La entrada en la ciudad del obispo Juan de Palafox y Mendoza, figura relevante de la historia eclesiástica poblana, dio origen a un pregón de 1640 que, como tantos otros, obligaba a la población a dar señales de “gusto y regocijo” (Libros vol. 19, ff. 131 vta. y 160 fte.). Pero fueron las defunciones de reyes las que generaron los testimonios de pregón más explícitos, por un lado, acerca de la codificación ceremonial dispuesta por las autoridades y, por otro lado, sobre la índole de las obligaciones impuestas a la población.
En ocasión de la muerte del rey Felipe II, ocurrida en septiembre de 1598, el cabildo comisionó a los regidores Alonso Durán y Diego de Carmona para que viajaran a la Ciudad de México y se presentaran ante el virrey, conde de Monterrey, a recibir instrucciones relativas tanto a las honras fúnebres que debían celebrarse en Puebla como a los festejos por la entronización del sucesor, Felipe iii (Libros vol. 13, ff. 61 vta.-62 fte.). El pregón respectivo obligó a todos los moradores y visitantes de la ciudad, salvo los indios, a vestir de luto. Los hombres usarían caperuzas; las mujeres, vestidos negros y tocas del mismo color. Los regidores iniciarían el luto a manera de ejemplo. El incumplimiento de la población causaría pérdida del atuendo más seis días de cárcel (Libros vol. 13, f. 62 vta.).
Los capitulares solicitaron al obispo Diego de Romano que el pregón aludido se proclamara con los solmenes redobles de las campanas de la catedral. Y más: que a los redobles respondieran las campanas de iglesias, monasterios, ermitas y hospitales. El obispo rechazó la solicitud alegando tener una carta del virrey y de la Real Audiencia según la cual se prohibían clamores de campanas y cualquier otra demostración de dolor, hasta que el mismo virrey comunicara órdenes en contrario (Libros vol. 13, ff. 62 vta.-63 fte.). El cabildo no cejó en su intento, lo cual refleja quizá tensiones previas entre gobierno y jerarquía eclesiástica. Así, envió una carta al mismísimo rey Felipe III, solicitándole licencia para pregonar el luto y honras por la muerte de su padre. Pasados nueve días, los capitulares anunciaron a los vecinos que, quienes fabricaran más bayetas —paños flojos y de poco peso que se usaban en Castilla para forros y lutos—, tendrían derecho a cubrir con ellas el túmulo erigido en honor del nuevo monarca (Libros vol. 13, ff. 65 fte. y vta. y 67 fte. y vta.).
Finalmente, autoridades y vecinos guardaron luto durante seis meses, así también los visitantes llegados a la ciudad. Además del luto, se celebraron, mientras éste se mantuvo, misas y procesiones con el repique de las campanas de la catedral, las parroquias, los monasterios, las ermitas y los hospitales. Pero no sólo eso: había también que festejar la entronización del rey sucesor, preparar el túmulo y levantar los pendones; por ello, los días de fiesta autoridades y vecinos debían despojarse de sus ropas fúnebres. Así las cosas, el 12 de abril, fecha señalada para el levantamiento de pendones, caballeros y gente de a pie debían salir a caballo, congregarse en las casas de cabildo a las tres de la tarde y acompañar el pendón y estandarte reales. La celebración, sin embargo, se pospuso un día. He aquí la causa:
[...] estaba todo aderezado el tablado plasas y casas de cabildo a las nueve de la mañana y todo prevenido para hacer la solemnidad que se requeria en levantar los pendones por el rey nuestro señor [Felipe III] y a la misma ora de las nueve se levanto una tempestad de viento tan recio y tan furioso que todo desbarato y rompio la vela que estaba sobre el entablado y rompio los gallardetes y algunos dozeles de los que estaban en la plaza y el viento a tenido tanta continuacion que hasta agora que son las quatro de la tarde no a cesado y esta con la misma fuerza que comenzo y con tanto polvo que causa que ninguna persona a quedado en la plaza [...] (Libros vol. 13, ff. 68 vta.-69 fte.).
Como cabría esperar, la muerte de Felipe IV fue objeto de enorme boato y solemnidad. Esta vez —por mandato del virrey— los regidores, el deán de la catedral y el cabildo eclesiástico acordaron la ‘escenificación’ de los funerales. El testimonio del escribano real, que abunda en detalles, nos comunica de manera vívida el trabajo del pregonero:
En cumplimiento de la orden y mandato del excelentísimo señor Marques de Mancera Virrey gobernador y capitan general de esta Nueva España que se vio en el Cabildo que esta muy noble y muy leal ciudad hizo a primer día de este presente mes de junio y año de la fecha en que queda abrio su excelencia como nuestro señor fue servido a llebarse a gozar de su Santa Iglesia al Rey Nuestro Señor Don Felipe IV para que se hiciese el Sentimiento que es justo en perdida tan grande con demostraciones de lutos que en semejantes ocasiones se acostumbran en cuyo obedecimiento y en virtud de lo acordado en dicho dia por ante mi el escribano los señores capitanes Juan Garate y Arano, alcaldes ordinarios y los regidores capitanes Melchor de Linares y Montoya y Don Francisco Machado justicia y diputados fieles executores en esta ciudad por su majestad a quienes se cometio por dicho acuerdo la execusion de dicha e den y mandato salieron de las casas reales de esta ciudad a caballo vestidas las personas con lutos de bayeta largos y los caballos con gualdrapas y luteras de lo mismo llevando por delante todos los alguaciles della gobernador de los naturales y ayudante y demas ministros enlutados dos tambores destemplados cubiertos de bayeta dos pifaros y cuatro clarines con gallardetes y bayeta, estampados en ellos por ambas partes leones sobre campo amarillo que yban tocando la que llaman sordinas con mucha pausa que causaba sentimiento vestidos los que tocaban unos y otros con capuces de ballesta y haciendose por voz de Juan Flores pregonero pregonando el auto proveído por esta muy noble y muy leal ciudad enfrente de los portales de la audiencia ordinaria y plaza publica para la observancia de dicha horden que originalmente esta en los autos que se preparan para el remate del tablado que se ha de hacer para hisar el funeral del señor Rey Don Felipe IV que este en gloria en concurso de mucha gente se fue con dicho acompañamiento por las calles publicas y acostumbradas pregonandolo en todas las esquinas de su distrito hasta llegar a la boca calle de los herreros que sale a dicha plaza donde se dio el último pregon haviendo los concurridos mucha gente y de alli se fue dicho acompañamiento como va referido a las casas reales donde y se apearon dichos señores diputados y en el tiempo que duro dicha función se toco En la Santa Iglesia Catedral con la compañia mayor della cantidad de campanadas y despues se doblo solemnemente en los demas conventos de esta ciudad de los Angeles de la Nueva España a 2 días del mes de junio de 1666 años siendo testigos Jerónimo Basan Francisco Bazan de Arévalo y Juan Rodríguez soltero alguaciles y otras muchas personas vecinos de esta ciudad.
Paso ante mi y hago mi signo en testimonio de verdad
Pedro Camacho Villaviz
Escribano Real y de Cabildo (Libros vol. 26, ff. 257 vta.-58 fte.).
Adicionalmente se dispuso un pregón para rematar el tablado donde se alzaría, junto al túmulo del rey muerto, el pendón de su hijo y sucesor Carlos II.
Basten los casos mencionados para ilustrar las materias o asuntos de los pregones. Pero antes de concluir, es conveniente detenerse en la última sección de éstos, en su aspecto punitivo, introducido bajo la fórmula “so pena de”. Consistentes las más de las veces en multas, pérdida del empleo o bienes, destierro, cárcel, vergüenza pública y azotes, los castigos variaban conforme a dos criterios: el tipo de infracción y el grupo étnico al que pertenecía el infractor. Un ejemplo del primer criterio es la multa de 50 pesos de oro común aplicable, en 1567, a toda persona, independientemente de su condición, que produjera tintes dentro de la traza de la ciudad (Libros vol. 10, f. 31 vta.).
El segundo criterio es observable en la siguiente ordenanza de febrero de 1615: se prohibía a todos los vecinos arrojar naranjas, limas o cualquier otro objeto el día de carnestolendas, “so pena de” seis pesos de oro común y tres días de cárcel para los españoles, tres pesos y 10 días de prisión para los mestizos y un peso y 100 azotes para los negros, mulatos e indios (Libros vol. 15, f. 56 fte.). Se colige que los españoles estuvieron exentos de las penas corporales infamantes, mientras que indios, negros y mulatos, habida cuenta de su consabida pobreza, no recibían sanciones pecuniarias cuantiosas.
La lectura sucesiva de testimonios de pregón revela la fórmula “so pena de” como la más persistente en las proclamas, la más irrevocable, la que percutía con mayor hondura. Por lo mismo, los muy diversos aspectos de la vida colonial poblana que exhiben dichos testimonios adquieren sentido pleno cuando la fórmula anticipa la nómina de castigos, esa especie de penitencial cívico. Así, entre las ordenanzas del cabildo asoman las obligaciones de la población, bajo los privilegios peninsulares subyace el desamparo de los demás grupos étnicos, al lado de la opulencia urbana discurre la vida menesterosa. Por tanto, en la plaza pública, centro espacial y simbólico de aquel mundo, la voz del pregonero evocaría el brazo del verdugo según el remoto designio de la Séptima Partida: “porque los otros que lo vieren, e lo oyeren résciban ende miedo e escarmiento; diziendo [...] el Pregonero, ante las gentes, los yerros por que los matan”.
En conclusión, la temible voz de nuestro personaje, protocolaria, altisonante y vívida, fue la que más y mejor comunicó la escritura de la autoridad con el oído social. Como ningún otro individuo o institución, el pregonero tradujo a lo largo de siglos el código escrito de la “lengua” al código oral del “habla.” La suya no sería una actio propia de la oralidad segunda, limitada a vocalizar un texto escrito, un bando. Sería, en mi opinión, una actio que daba vigencia a la ley, sí, pero no sólo de forma simbólica, sino somática, percutiendo los tímpanos y las emociones de asambleas de oyentes tantas veces analfabetas.
Obras citadas
Archivos y documentos
Archivo General del Ayuntamiento de Puebla:
Libros de Actas de Cabildo.
Libros de Ordenanzas de su Magestad y Mandamientos de los Excelenticimos Señores Virreyes.
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[1] Al respecto, remito al lector, entre otros, a los estudios de Paul Zumthor y Walter J. Ong (véase la bibliografía).
[2] El pregonero de España es equiparable al crier public de Francia, al banditore o gridatore de Italia, al town criers de Inglaterra, al Ausrufer de Alemania.En el presente estudio abordo la dimensión civil del personaje, pero no la eclesiástica.
[3] Fuero de Brihuega,
http://brihuega.uni.cc/index.php/monografias/el-fuero-de-brihuegabrihuega-en-la-edad-media/279-la-poblacion.html (consultado el 19 de junio de 2008).
[4] El atabal era una caja redonda, cuyos extremos se cubrían con pieles rasas de becerro (Tesoro). Instrumento de viento semejante a una trompeta recta, la chirimía se elaboraba con madera maciza, cuidadosamente lijada con el propósito de que el ejecutante colocara los dedos convenientemente a lo largo de los orificios. Hacerla tañer requería la intervención de ambas manos y de la lengua.
[5] La encamisada era “cierta estratagema de los que de noche han de acometer a sus enemigos y tomarlos de rebato, que sobre las armas se ponen las camisas porque con la oscuridad de la noche no se confundan con los contrarios; y de aquí vino llamar encamisada la fiesta que se hace de noche con hachas por la ciudad en señal de regocijo” (Tesoro).